Hace un par de fin de semanas salí a tomar unas birras con unos amigos. Charlando sobre nuestras manías, confesé que tengo un cuaderno en donde llevo la cuenta de cuántos libros leídos tengo en lo que va del año, y los clasifico entre los que más me gustaron y los que menos. ¿De qué signo sos? me preguntan, y me sorprendí respondiendo que yo era del palo del psicoanálisis, y que no creía en los signos. Me dio vergüenza escucharme decir eso, porque estaba confesando un prejuicio.
Hace un par de días terminé de leer “La luz y la montaña” de Soledad Urquía, y me dejó una sensación que todavía no puedo llegar a explicitar del todo. El libro relata la vida de una mujer, que vive con su pareja y su hija pequeña en Traslasierra, Córdoba. A la narradora se le presenta una gran dicotomía, por un lado, entre su vida espiritual y esotérica llena de viajes por ashrams en la India, meditaciones y ayunos, y por otro lado, la maternidad. A modo de diario, relata como los días transcurren entre meditaciones encerrada en un cuarto, antes de que su hija se levante, hasta visitas a curanderas de Traslasierra y paisajes entre montañas y arroyos.
Nada me despierta más curiosidad que las personas que construyen un aspecto de su vida basado en lo esotérico o espiritual y logran que eso tenga un lugar preponderante por sobre todas las cosas. Dedican el mismo tiempo a lo espirituoso y sus variantes, así como a los amigos, la familia y el estudio. La narradora de Urquía, sin embargo, usa lo espiritual como un medio más que como un fin, para no estar atada a la materialidad y a lo terrenal — aunque bien sabe esta narradora que no hay nada que ate más a lo terrenal que un hijo — y en ese punto, me doy cuenta de que, a mi modo singular, también le doy un lugar preponderante a algo equivalente a lo espiritual: leer y escribir, quizás rozando lo compulsivo. A fines del año pasado, en medio de una pseudo incertidumbre por todo eso que ya sabemos que paso, me di cuenta que estaba inmiscuida en una búsqueda constante (y un poco inconsciente) por hacer algo que esté fuera de la norma y de lo meramente capitalista. De alguna manera, cuando empezas a crecer, crees que ciertos mandatos de la adolescencia ya no te atormentan, pero en realidad lo único que hacen es multiplicarse. Hay que estudiar, trabajar, hacer actividad física, tomar dos litros de agua por día, comer frutas y verduras, tener vida social, coger, crearte una personalidad más o menos interesante en Instagram, etc etc etc. En ese escenario la escritura y la lectura aparecen como ese sin sentido, que no tiene mérito económico, ni reconocimiento alguno, claro está, a menos que vivas de eso, pero los pocos privilegiados que lo hacen tampoco están bañados en guita. Hay gente que cree que las personas que leen mucho son inteligentes, o cultas, o tienen en sus manos algunas verdades de la vida. Nada más lejano a la experiencia. Leo por placer, por el puro sentimiento de la adrenalina de conectar con las palabras y las experiencias, y no espero absolutamente nada a cambio. En una entrevista que le hacen a Fabian Casas, él dice algo alucinante que es, que una técnica que te sirve para escribir, si no te sirve para vivir, no sirve para nada. Al igual que la protagonista del libro de Urquía, busco algo que me libere de lo terrenal, que no me ate a nada y fundamentalmente que no me exija nada. Una técnica para vivir.
Aunque soy ridículamente joven, en algún punto, siento que la escritura y los libros me dieron la tranquilidad de sentir que ninguna decisión es tan importante en la vida y que a la larga, las cosas ocupan el lugar que deberían. No se trata de ir escalando y sorteando obstáculos para llegar a una cima, sino que empiezo a intuir que un poco la adultez se trata de aceptar que no hay tal cima, ni una línea de llegada o un camino ideal para convertirse en uno mismo. Frente a una sociedad que nos enseña que la felicidad es digna solo para quienes tienen más plata, más éxito y más riqueza acumulada, es casi imperativo aferrarnos a nuestra propia fe — sea leer, meditar, estudiar la carta astral, salir a correr o hacer yoga — y me pregunto, si como buenos neuróticos, no estamos todos en busca de algo de espiritualidad en una vida demasiado material.
-Agus.